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Aventura en Palenque

  • Foto del escritor: Gerardo Adame
    Gerardo Adame
  • 18 may 2016
  • 8 Min. de lectura

En el verano de 2015 hice un viaje increíble por el sur de México, acompañado por amigos y amigos de amigos, que terminaron siendo amigos. El grupo estaba conformado por 8 defeños, 2 españoles, 2 suizos y una belga. Todos muy buena onda. Viajamos por un mes y visitamos ciudades de Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo y Yucatán. Viajamos, literal y espiritualmente, ligeros de equipaje.

Esta es la historia de cuando fuimos a Palenque, Chiapas.

Mi mamá me dijo hace mucho tiempo que una amiga suya había visto un jaguar en Chiapas, y yo he visto miles de fotos o documentales de jaguares en el estado y en Centroamérica en general. Naturalmente fui asociando la palabra “Chiapas” con la palabra “jaguar” durante los años, y esta era la primera vez que visitaba la región.

Desde que llegamos yo preguntaba a los taxistas o a los gerentes de los hostales si habían visto alguna vez a un jaguar en la naturaleza. Todos me decían que no. Así fue hasta que me puse a platicar con el chofer de la camioneta que nos llevaba desde Tuxtla, hacia un lugar llamado “Escudo Jaguar”, que eran unas cabañas a la mitad de la selva. El chofer, quien había crecido en la zona, contestó con una sonrisa:

-Sí amigo, dos veces, pero hace mucho.

Lo miré con una cara que lo hizo proseguir inmediatamente.

-La primera iba yo con dos primos en el coche de mi papá; en ese tiempo los caminos todavía eran de terracería…

Siempre he sido un gran aficionado al arte de contar historias, y creo que soy bastante fácil de impresionar; así que el hecho de que las historias fueran acerca del avistamiento de jaguares, hizo que el humilde chofer de la camioneta se convirtiera en Hemingway ante mis ojos.

Después de contarme las historias y de aclarar todas mis dudas, pasamos a otros temas. Me contó prácticamente toda su biografía. Platicamos todo el camino.

Uno o dos días después, fuimos a las ruinas de Palenque. El sitio es una gran explanada que está a la mitad de la selva. No hay ninguna cerca o reja de tamaño importante que delimite la separación. La verdad es que es impresionante. Uno hace siempre en estos lugares la reflexión sobre cómo sería vivir en esa época, y en esas condiciones. Es notable la destreza y la inteligencia con la que se desenvolvían los mayas, o cualquier cultura del México prehispánico. Me encontré, mientras deambulábamos por el lugar, con un guía. En lugar de buscar información sobre la cultura maya, decidí hacerle la misma pregunta que le había hecho a todas las personas de la ciudad con las que había interactuado.

Me dijo que ver a un jaguar en su hábitat natural es la experiencia más bonita que ha tenido. Me contó que los jaguares en la naturaleza son muy diferentes a los de zoológico. En la naturaleza les brilla el pelaje y se ven más fuertes, por su dieta balanceada y los requisitos físicos de vivir en la selva. No me extraña nada que los mayas consideraran a este animal una deidad. Imagínate ver aparecer, entre los tonos intensos de verde de la selva tropical, a un jaguar.

Regresé con el grupo, y mientras le contaba a mi amigo Aytor sobre la plática que había tenido con el guía, llegó a nuestros oídos un ruido estruendoso. Se manifestaba como el sonido de un palo de lluvia; de forma gradual y volátil. Era un ruido agresivo. Como un grito; o un rugido. No sabíamos si era un animal, o si eran árboles cayendo, o si era el viento que aceleraba entre las caobas y las ceibas. ¡No sabíamos qué era!

-¡Es un jaguar! – Pensé, irremediablemente.

Sentí un escalofrío por mi espalda. Serán muy bonitos los jaguares, pero un encuentro con uno puede ser mortal. El no entender el origen de ese sonido nos tenía alertas y nerviosos.

Un hombre que pasaba cerca de nosotros notó nuestras caras de incertidumbre y se nos acercó.

-Son monos aulladores. – dijo.

El sonido continuó por unos minutos. Era imposible saber qué tan cerca de nosotros estaban los animales. El sentido de alerta, curiosamente, se mantuvo en el ambiente. A mi cerebro le costaba adaptarse a un sonido tan violento. Además, el hecho de no poder ponerle un rostro al ruido que escuchábamos, generaba ansiedad. Yo estaba muy curioso.

-¿Qué tan cerca están de nosotros? – le pregunté al hombre que se nos había acercado.

-Se escucha fuerte, pero yo creo que como a 2 o 3 kilómetros, amigo. – contestó.

Pasaron unos minutos y el ruido fue perdiendo fuerza hasta que desapareció. Mi mente giraba entre la idea de cuánto me hubiera gustado haber visto monos aulladores, y entre el asombro de haber escuchado el sonido que producían. Estuvimos unos minutos más en la explanada turística, y decidimos partir. Yo me retrasé por cualquier razón, junto a Aytor y Manel; los españoles del grupo.

Empezamos a caminar finalmente hacia las escaleras de salida. El resto del grupo iba 5 o 10 minutos delante de nosotros, con dirección a la camioneta, que nos esperaba para llevarnos de regreso al hotel. Las escaleras de salida de Palenque forman una gran bajada. Es muy bello porque conforme vas bajando te sigues encontrando con pedazos de arquitectura prehispánica que pertenecen al lugar. Manel decidió escalar una de las edificaciones, y nos invitó a que lo acompañáramos. Nos seguíamos alejando del grupo. Sin querer nos pusimos a hablar de la vida; Manel empezó poniendo en perspectiva la relación entre la cultura maya y la nuestra. Aytor, ingeniosamente, encontró la forma de hablar sobre constelaciones estelares sin salirse de contexto. Para quién no conozca a Ayor, el tema del espacio exterior es su máximo. La conversación tomaba profundidad cuando un sonido ajeno y familiar nos distrajo. Eran los monos aulladores.

Nuestra conversación se detuvo de forma abrupta. Volteamos hacia el bosque y pusimos atención. Nos mantuvimos inmóviles.

-¡Joder tío que esta vez sí que se escuchan cerca! – dijo Aytor, rompiendo el silencio entre nosotros y tragando saliva.

Estábamos un poco nerviosos. Nunca los habíamos escuchado tan de cerca. Vi a mi alrededor y me di cuenta de que no había ninguna persona más que nosotros en el lugar. La selva nos miraba retadora a centímetros de distancia. El acceso al hábitat natural de los monos se presentaba tan fácil como esquivar una cuerda con un letrero que decía: “No pasar”. Volteé a ver a mis amigos y ellos me miraron a mí.

-¿Vamos o qué? - pregunté.

Se miraron entre ellos. No tengo claro si Aytor leyó o ignoró la mirada de Manel, pero sin perder tiempo giró la cabeza, y replicó:

-Dale, te seguimos.

Dimos una última ojeada para que nadie nos viera brincarnos la cuerda, y en un abrir y cerrar de ojos, estábamos dentro de la selva. Empezamos a caminar hacia la dirección por dónde venían los aullidos. El terreno era inclinado. El suelo lleno de hojas caídas y ramas. En general todo estaba cubierto por la sombra de los enormes árboles que no dejaban entrar los rayos de sol. A veces el camino se hacía más ladeado y resbaloso. Nos encontramos con telarañas enormes con arañas de colores que no paraban de tejer. A pesar de que sabíamos que la selva estaba llena de reptiles e insectos, nosotros íbamos en chanclas y trajes de baño. Era más grande la ilusión de ver a los monos que el temor a lo que nos pudiera ocurrir. Los aullidos se escuchaban cada vez más cerca. Nos sentíamos llenos de adrenalina. Estábamos totalmente concentrados; nuestros sentidos a tope; nuestros instintos a flor de piel. Teníamos que pensar bajo el estruendoso ruido de los primates, que ya era ensordecedor. La verdad, cada vez nos daba más miedo continuar. Cada tronco a la mitad de nuestro camino se ofrecía como excusa para regresar. Pero ya estábamos tan cerca. Se escuchaban a metros de distancia.

Nos topamos con un río.

-¡Ger! - gritó Aytor, rompiendo el trance en el que me encontraba por la emoción de dar con los monos. Me detuve y lo volteé a ver. - Tal vez sea buena idea detenernos para ver dónde estamos. Además, hay que considerar que el camino de regreso va a ser complicado por ser de subida, y porque estamos en chanclas. – continuó.

Reflexioné unos segundos.

-Ya estamos a nada… Escucha. – le dije, mientras ponía mi dedo índice sobre mi oído. Vamos a darle 5 minutos más – propuse.

Cruzamos el río. Caminamos unos minutos y nos dimos cuenta que no sabíamos bien cuál era el camino de regreso. Los monos se escuchaban prácticamente encima de nosotros. El ambiente se hacía cada vez más tenso. Estábamos asustados. Sentíamos cómo el sonido de los animales nos paralizaba, y aun así no lográbamos verlos. Caminamos 10 metros más, y milagrosamente, vimos una silueta negra entre los árboles… y luego otra… y luego otra. Habíamos llegado. No nos atrevíamos a acercarnos más porque nos intimidaban mucho. Vimos a uno de los machos del grupo y en ese momento fue como haber visto a un gorila lomo plateado. Algunos de los animales nos miraban fijamente. No sabíamos si hacían más ruido por nuestra presencia o si siempre habían hecho esa cantidad de ruido, solo que esta vez nos encontrábamos literalmente debajo de ellos.

Estábamos emocionados y nerviosos. Era toda una familia; había más de 30 monos. Grandes y chicos, hembras y machos. Nuestras miradas se mantenían fijas en las copas de los árboles; que se movían con el peso y el movimiento de los aulladores. Era un espectáculo totalmente natural. Eran animales salvajes. No sabíamos si nos podían atacar, o si eran territoriales. Hablábamos entre nosotros susurrando, y tratábamos de que nuestros movimientos fueran lentos y sutiles. Llenos de sudor y con sonrisas nerviosas y orgullosas al mismo tiempo, nos dimos unas palmaditas de reconocimiento; mientras Manel ponía en práctica su “mexicano” al son de un glorioso: “¡A huevo!”.

Estuvimos unos 20 minutos disfrutando de nuestro descubrimiento y admirando el comportamiento de los animales, hasta que nos cayó el veinte de que nuestro grupo llevaba seguramente un buen rato esperándonos y no sabría dónde estábamos. Mientras planeábamos el regreso, el buen karma nos extendió la mano: escuchamos el ruido de un coche. Nos dimos cuenta de que no teníamos que subir de regreso, sino bajar unos metros más, hasta donde estaba la carretera. En menos de 5 minutos nos encontrábamos pisando el maravillosamente consistente asfalto de la carretera, y muy cerca de donde salimos estaba la camioneta que nos esperaba con todos nuestros amigos adentro, que todavía no empezaban a preocuparse por nuestra ausencia. Todo nos había salido perfecto.

Nos subimos a la camioneta y como niños chiquitos les contamos de nuestra experiencia. Como era un grupo de poca madre, todos se emocionaron con nosotros, y saltaron fuera del coche para que los guiáramos hacia los monos. Con confianza absoluta, Manel, Aytor y yo lideramos la expedición de regreso a la selva y en 5 minutos llegamos al paradero de los monos. Fue padrísimo poder compartir el avistamiento con todos nuestros amigos.

Sudados, cansados y llenos de lodo, nos subimos a la camioneta para regresar al hotel. Me sentía lleno de satisfacción.

Poco menos de un año después de esta experiencia, estuve en Oaxaca de vacaciones con mis papás. Mientras íbamos por la carretera vimos letreros que indicaban que había un zoológico a algunos kilómetros de donde estábamos. Sin esperar mucho, seguimos el camino indicado hasta dar con el recinto. Tenían jaguares y panteras. Después de un año de ilusión iba a poder ver a un jaguar. Corrí emocionado hasta llegar a donde estaba el dios prehispánico. El zoológico se caía a pedazos, pero los animales tenían un espacio de tamaño aceptable y se veían bien alimentados. Me quedé ahí, contemplando a los animales, hasta que cerraron. Por fin pude ver a mi ansiado jaguar, y espero algún día poder ver uno en su hábitat natural.

Historia narrada por Gerardo Adame, con la gran colaboración del gran Aytor Ramírez.


 
 
 

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